sábado, 13 de noviembre de 2021

En el “mes de la agroecología” decimos: ¡No hay Soberanía Alimentaria posible si hay agronegocio!

Compartimos la declaración conjunta de la Multisectorial contra el Agronegocio – la 41, MAIZ (Movimiento Amplio de Izquierda) y SUBVERSIÓN en el marco del Día de Acción Global por la Soberanía Alimentaria de los Pueblos.


Desde el año 2013, todos los 16 de octubre la Vía Campesina hace un llamado internacional para convocar al Día de Acción Global por la Soberanía Alimentaria de los Pueblos. En esta coyuntura política donde la crisis pone el tema del hambre y la malnutrición en el tapete, y la contienda electoral nos presenta falsas soluciones, es central poder discutir de qué se habla cuando se habla de alimentación y de soberanía.

 

Políticas de Estado para la alimentación. Crisis y emergencia: respuestas coyunturales para un problema estructural

En los últimos tiempos nos hemos topado con iniciativas y políticas de Estado que presuntamente apuntaban/apuntan a terminar –o al menos disminuir- el hambre y la malnutrición, tales como la Ley de Emergencia Alimentaria Nacional (que prorroga hasta el 2022 la emergencia alimentaria dispuesta por el Decreto N°108 del Poder Ejecutivo Nacional, creada en 2002), la ley de agricultura Familiar de 2014, la creación de la Dirección Nacional de Agroecología (con el referente de la RENAMA a la cabeza, el agrónomo Eduardo Cerdá) en 2020, el proyecto de ley de Fomento a la Agroecología, que está en el Congreso Nacional…

Pero a su vez, observamos la reciente presentación del proyecto de ley de Fomento para el Desarrollo Agroindustrial (en referencia a la cual el flamante Ministro de Agricultura Julián Domínguez agita que se llegue a producir 70 millones de toneladas de soja transgénica). Y al mirar más atrás en el tiempo podemos destacar la baja de aranceles a la importación de agrotóxicos en 2020 (promovida por Felipe Solá, por entonces Canciller de Argentina), el acuerdo con AgTech con Bill Gates para una nueva ola de digitalización del modelo biotecnológico agrario, el agronegocio declarado como actividad esencial en plena cuarentena estricta por COVID-19 y varios intendentes “sanitizando” las ciudades con “mosquitos”, al arreglo con China para la instalación de megagranjas porcinas y decenas de “liberaciones” al mercado de semillas genéticamente modificadas (y hasta el trigo HB4, recientemente aprobado). Estas políticas sólo pueden ser vistas como una continuidad del proyecto de Estado que, sin importar el gobierno de turno, desarrolla y promueve la producción biotecnológica del agronegocio, proceso iniciado hace 25 años con la firma del entonces Secretario de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos del Estado Nacional, Felipe Solá (sí, sí, otra vez Solá…). Muestras de ello han sido el Plan Agroalimentario y Agroindustrial 2010-2020, el Plan Estratégico 2005-2015 para el Desarrollo de la Biotecnología Agropecuaria, los múltiples intentos para modificar la ley de semillas en miras a su privatización -luego del acuerdo que Cristina Fernández sellara con Monsanto allá por el 2012- y el saqueo constante de tierras al campesinado y pueblos originarios (sin aplicar la ley 26160 que busca el reconocimiento de la propiedad comunitaria de estos pueblos).

 

¿En qué quedamos?

Puede resultar algo novedoso que la palabra agroecología se cuele en los recintos del Congreso Nacional, y a su vez es claramente recurrente que 20 años después se reedite la “emergencia alimentaria” como respuesta del Estado Nacional al contexto de hambre, desocupación, flexibilización laboral, ajuste y miseria en el que estamos, al igual que hace 20 años atrás.

También escuchamos cada vez más que hablan de la transición hacia la agroecología, pero nunca se dice ni cómo se hará, ni cuándo comenzará, ni cuánto tardará… por lo que se quedan en palabras vacías.

Luego de casi una década (la del 2000) en que “crecimos a tasas Chinas” y la sociedad en general se fundió en la rueda del consumo, una nueva crisis capitalista expone, una vez más, mecanismos radicales de concentración y precarización de las masas trabajadoras, quienes somos llevadas al extremo de la mera subsistencia. Hay quienes se sorprenden, responsabilizando a “la pandemia macrista” o directamente a la pandemia del COVID-19.

Pero más allá de la estrategia electoralera que vivimos cada dos años en cuanto a la búsqueda de culpables en los/as adversarios/as de turno, es primordial comprender el proceso que nos trajo hasta acá; que no empezó a fines de 2015 y no tiene una sola cara responsable.

Esto resulta esencial porque en situaciones de supervivencia, suele decirse que “a caballo regalado, no se le miran los dientes”, y se aceptan medidas paliativas, que ponen parches coyunturales a un problema que resulta estructural.

Pero también, en coyunturas electoralistas, aparecen promesas de futuros maravillosos. Promesas que están muy lejos de (y que muchas veces no están siquiera interesadas en) leer la raíz del problema, y proponer reales soluciones.

 

La crisis de 2001 y después

La crisis del 2001 significó la máxima expresión del conflicto de las relaciones sociales que puso en jaque la convertibilidad y la hegemonía neoliberal. El ascenso de las luchas sociales que cristalizó ese proceso de crisis de acumulación y de dominación, se expresó en una experiencia terrible para las clases trabajadoras, con más del 50% de la población bajo la línea de pobreza e indigencia, un porcentaje de más del 30% de desempleo y subempleo, y salarios de miseria.

El sector agrario llegó, hacia 2001, completamente transformado en su matriz tecnológica, con un proceso iniciado a mediados de los ´90 con la incorporación de la soja transgénica al país. Todo esto se dio con una expansión territorial sin precedentes, gracias al uso del paquete tecnológico (semillas genéticamente modificadas y agrotóxicos) y al desarrollo de políticas de Estado que habilitaron a su expansión a lo largo de la década.

Luego de la crisis del 2001, el agronegocio fue revalidado como proyecto de Estado y fue refrendado con la devaluación de 2002, lo que significó la licuación de sus deudas y el aumento en el precio de las exportaciones (con precios ya crecientes en el mercado internacional). Esto significó la consolidación de un campo que se vendía como el “salvador de la Argentina”, un “incansable productor de alimentos”. En este sentido fue impulsado el ya mencionado Plan Estratégico 2005-2015 para el Desarrollo de la Biotecnología Agropecuaria, firmado por Roberto Lavagna.

Programas nacionales como “Soja Solidaria” salieron a “derramar” los beneficios del campo en comedores escolares y comunitarios. Con la venia del Estado nos reemplazaron la leche de vaca por la de soja y construyeron un consenso poco creíble de que el campo “éramos todos”.

El mismo Estado que construía el mito del “campo salvador” se comprometía a devolver tanta benevolencia, asignando recursos para la consolidación y expansión de ese modelo agrario.

Pero ese “campo” ya no era productor de alimentos, sino que estaba estructurado para la generación de monocultivos a gran escala, pensados para la alimentación de ganado en países centrales. Con el objetivo de generar ganancias, la producción agropecuaria se encuentra fuertemente atada a la especulación a través del valor del dólar y los mercados futuros; está controlada por empresas transnacionales que comercializan el paquete biotecnológico y promueve una creciente lógica de acaparamiento de tierras (a través de la compra o el arrendamiento o directamente el despojo). Este ya no es el campo del campesinado, que trabaja y vive allí... es el campo de trabajadores/as que migran a las grandes ciudades, por la falta de empleo, y también por sufrir enfermedades, producto de la constante exposición a los agrotóxicos y, como dijimos, expulsión de sus tierras.

Este campo fue promovido, luego, por el Plan Estratégico Alimentario 2010-2020, la liberación del tipo de cambio y la eliminación de retenciones. Este campo ha duplicado sus niveles de producción, pero no ha acabado con el hambre. En cambio, ha puesto en peligro nuestras principales fuentes de alimentos reduciendo la diversidad agrícola a sólo 150 cultivos estandarizados, expulsando pequeños y medianos productores/as agrarios/as y contaminando nuestros alimentos, agua, suelo y aire a través de la fumigación de más de 600 millones de kilos/litros anuales de agrotóxicos de manera directa o por deriva.

Es el campo, también, donde las mujeres son las mayores perjudicadas porque, si bien las campesinas son responsables de la mitad de la producción mundial de alimentos y producen entre el 60 y el 80% de los mismos en nuestros países latinoamericanos (según datos de la FAO, 1996), el agronegocio, como claramente no produce alimentos, las deja afuera. Son quienes sufren en carne propia (junto a las niñeces) la mala distribución de los alimentos, lo que las vuelve más vulnerables frente al hambre. Además, la falta de acceso a la tierra se profundiza para las mujeres campesinas. Frente a esta situación, no dejamos de reivindicar que los conocimientos especializados de las mujeres en relación con los recursos genéticos aplicados a la agricultura y la alimentación hacen de ellas guardianas esenciales de la diversidad biológica, y por ende planteamos que la soberanía alimentaria será ecofeminista o no será.

La crisis actual nos muestra la impotencia de las soluciones falsas: la producción agropecuaria no sólo se mostró incapaz de alimentar al mundo y a quienes vivimos en Argentina durante todos estos años, sino que no lo hizo porque nunca fue su intención. Su objetivo fue y es la ganancia, sin permitir el libre acceso a la alimentación a las mayorías y, menos aún, el acceso a alimentos sanos.

Mientras tanto, el Estado argentino propuso y sigue proponiendo parches.

 

Sobre la salida que nos lleva a un callejón... sin salida

Hace dos años, en plena campaña electoral, el Frente de Todos proponía el “Plan Argentina sin Hambre”. En él se reconocía a la alimentación y a la nutrición como un derecho humano que, al tiempo que disponía la constitución de canales alternativos de “alimentos saludables”, fortaleciendo el trabajo de los pequeños agricultores que trabajan para el consumo interno.

En estos términos, y a simple vista, el plan pareciera proponer una solución estructural al problema del hambre.

Ya en el gobierno, decíamos anteriormente, crearon la Dirección Nacional de Agroecología. En la misma línea podríamos ubicar el también mencionado proyecto de ley de Fomento a la Agroecología.

Sin embargo, tras estas propuestas que parecen incorporar algunos de los reclamos históricos que desde hace más de 20 años venimos realizando múltiples organizaciones sociales y políticas, asambleas de consumidores y ambientales, organizaciones campesinas y pueblos fumigados, parece esconderse una máxima intocable: la producción de granos para la exportación NO SE TOCA.

Lo que se observa es que tanto para la emergencia alimentaria declarada como para el plan “Argentina sin hambre” y la política de la Dirección de Agroecología, la producción de alimentos para el mercado interno y la producción de granos para la agroexportación deberían funcionar en caminos paralelos.

El problema es que, tras 25 años de producción agrícola hegemonizada por estas lógicas  concentradas de malnutrición y enfermedades, si hay algo que hemos aprendido quienes luchamos contra el agronegocio y quienes producimos/consumimos alimentos sanos, nutritivos y de calidad es que la convivencia entre estos sistemas agrarios NO ES POSIBLE.

Desde hace 25 años, buscan que naturalicemos la idea de que la producción de alimentos y de ganancias a través del modelo biotecnológico podrían coexistir. ¿Cómo pueden convivir dos sistemas que tienen en el centro la disputa por la tenencia y el uso de la tierra y el territorio? ¿Cómo podrían congeniar, cuando una de esas lógicas ha demostrado la necesidad constante de concentrar la tierra, expulsando productorxs/campesinxs, precarizando el trabajo agrario y destruyendo los territorios? ¿Cómo concordar la producción de alimentos saludables y nutritivos con las fumigaciones a las que nos exponen constantemente?

Nos han querido convencer, durante todos estos años, de que “no hay otra forma de producir”, de que “el campo alimenta al mundo”, y que “gracias a los excedentes de las exportaciones agrarias se pueden generar políticas sociales” y obtener divisas para pagar la fraudulenta deuda externa. Las políticas venideras buscan que continuemos aceptando la inevitabilidad del agronegocio.

Pero durante todos estos años hemos demostrado que ya no es posible continuar produciendo de esta manera por los impactos ambientales y sanitarios negativos que este modelo genera.

Mientras tanto, el mismo campo ha demostrado que no estará dispuesto a derramar nada de lo que pueda acumular. Luego de tantos años, la avanzada del modelo biotecnológico agrario ha dejado en claro que su subsistencia depende de la expansión constante, tanto sobre los territorios como sobre las semillas y sobre nuestros cuerpos. La creación de canales subsidiarios para la alimentación sin la erradicación de este modelo expansivo de producción no es más que una utopía de corto plazo que tiene su acta de defunción firmada en el momento mismo en que es el propio Estado (en sus variantes nacional, provinciales y municipales) el que realiza la apuesta por la ganancia concentrada del agronegocio. 

 

La salida vendrá desde la clase trabajadora

Estamos en un momento complejo en el que la crisis de hambre y miseria impuesta a la clase trabajadora se conjuga con momentos críticos en que el capital muestra sus límites globales. Las actividades extractivas han avanzado en la apropiación y destrucción de la naturaleza poniendo al planeta al punto del colapso. La pandemia del COVID-19, enfermedad de origen zoonótico, es el mejor ejemplo de hacia dónde nos está llevando el sistema capitalista y su explotación intensiva y extensiva de distintas especies, de la mano con todas las demás actividades económicas extractivas.

Puntualmente, el agronegocio ha mostrado que es capaz de avanzar sin miramientos. Las imágenes del Amazonas quemándose en Brasil y Bolivia, o de los bosques cordobeses, con el fuego permanente que ha llevado a la desaparición de más del 70% del bosque nativo en Argentina, nos muestran que con los cultivos de agroexportación sólo podemos esperar la destrucción de nuestros lugares de vida, o luchar para transformar drásticamente la realidad. El genocidio al que nos quieren condenar con el paquete tecnológico a causa del uso de agrotóxicos y semillas transgénicas, nos muestra que no retrocede ni siquiera ante nuestra salud y nuestros cuerpos. Y todo esto sólo puede llevarse adelante con el aval del Estado, que permite que sicarios y patotas que responden al empresariado violenten a las comunidades campesinas y a las poblaciones en lucha, pero también con la represión directa en manos del mismo Estado.

Y como con la represión y amenazas no les alcanza, hoy tenemos al agronegocio inserto en las universidades públicas, manejando planes de estudios e investigaciones. Pero eso no es todo: también los tenemos en las escuelas difundiendo una de sus grandes mentiras, las “Buenas prácticas agrícolas”, que nos quiere vender que si el veneno se usa correctamente, mágicamente dejará de ser veneno.

Este modelo no busca producir alimentos sino ganancias. El capitalismo no habilitará a una producción democrática y soberana de alimentos, sino que tenderá constantemente al control concentrado de comida. Por eso, uno de los grandes problemas a atacar es el discurso de que es posible la coexistencia de estas dos formas de producir. Es evidente que NO PUEDEN COEXISTIR, porque en su necesidad de generar ganancias la producción de granos para commodities arrasa con TODO.

Nos quieren convencer de que para paliar la crisis “mejor alguito que nada”, que aceptemos lo que hay, nos llenemos las panzas y después discutamos qué futuro queremos. Pero el futuro se construye ahora. Y DEBEMOS exigir que no se nos impongan soluciones a medias tintas. Porque esas “soluciones” ya han demostrado que no resuelven nada, los parches de corto plazo nos vuelven a llevar, menos de dos décadas después, al mismo punto de partida.

Estamos convencidos/as que las propuestas políticas de salida capitalista son un callejón sin salida que nos expone a más hambre, enfermedades y a la desaparición de nuestros espacios de vida. Si la política de Estado es el agronegocio, la agroecología estatal no pasará de ser un maquillaje, un engaño.

Por eso venimos construyendo las herramientas para dar un debate EN SERIO sobre cuál queremos que sea la salida a esta crisis.

Hoy, más que nunca, el reclamo de una Soberanía Alimentaria de los Pueblos es fundamental. La necesidad de la distribución de tierras, la libre circulación de las semillas, la protección de las producciones agroecológicas, la decisión de productores y productoras y consumidores y consumidoras de cuáles queremos que sean nuestros alimentos y cómo queremos producirlos son aspectos centrales para pensar el presente y el futuro. Y desde ahí nos paramos para dar la pelea en todo ámbito de disputa, porque sabemos que tarde o temprano venceremos, como ganó el pueblo de Malvinas Argentinas en Córdoba, echando a Monsanto. Para ello es central la unidad de quienes luchamos.

Nos mueve la convicción de que NO HAY SOBERANÍA ALIMENTARIA POSIBLE SI HAY AGRONEGOCIO

Multisectorial contra el Agronegocio – la 41

MAIZ (Movimiento Amplio de Izquierda) 

SUBVERSIÓN

  

1 comentario:

  1. Acuerdo con la descripción, el recorrido histórico de como se fue profundizando la crisis alimentaria, afectando la salud de las comunidades por este modo productivo que todavía no se puede erradicar. Aunque también podemos recuperar a los grupos y comunidades que realizamos otras prácticas. Estamos creciendo, y a eso hay que darle valor. Estamos participando, movilizandonos, informando, vinculandobos, aprendiendo.

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